Marina Casado.
Todavía no se ha inventado la máquina del tiempo, pero tenemos las novelas de Benito Pérez Galdós. A cien años de su muerte, siguen constituyendo la forma más rápida de viajar al Madrid de antaño, que ha quedado plasmado en su obra para siempre. Sus personajes, más vivos que nunca, continúan atrapándonos en ese universo galdosiano del que una vez dentro, resulta imposible escapar.
Un retratista de almas
Galdós tenía diecinueve años cuando en 1862 contempló por primera vez la capital española, recién llegado de su Canarias natal, y se sintió fascinado por la vida que en ella se respiraba. Estudiante de Derecho sin vocación, lo que al joven le apasionaba era perderse por las calles de la ciudad, por sus bares, sus comercios; hablar con sus gentes. No tardó en cambiar las aulas universitarias por las asiduas visitas al Ateneo, ubicado, por entonces, en un caserón de la calle Montera. Allí conoció a Leopoldo Alas, “Clarín”, con quien iniciaría una amistad que se mantendría a lo largo de los años. La crítica los sitúa a ambos dentro de la corriente progresista del Realismo español, en el extremo opuesto a José María Pereda o Armando Palacio Valdés. La figura de Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, a quien Galdós conoció en el Ateneo, lo condujo a ser influido tempranamente por la ideología krausista, que se refleja en bastantes novelas y, muy especialmente, en El amigo Manso (1882), en la figura del idealista Máximo Manso. También en el ideal pedagógico en el que están envueltos sus Episodios Nacionales.
Este progresismo galdosiano que evolucionó en la vida real –comenzó siendo liberal y acabó convirtiéndose en socialista republicano– lo hizo también en sus novelas. En El audaz. Historia de un radical de antaño (1872), demuestra que aún no era partidario de la revolución cuando el protagonista fracasa en su intento de traer a la España de principios del siglo XIX las ideas de la Revolución Francesa y acaba enloqueciendo. Sin embargo, Galdós se iría radicalizando con el paso de los años, como puede apreciarse no solo en su producción novelística, sino también en la periodística, que no fue poca. Hubo algo que siempre se mantuvo: el interés por el latido de la sociedad de su tiempo –y de tiempos pasados, en los Episodios Nacionales–, desde una perspectiva colectiva y también desde la individual. Fue, como dijo el crítico Germán Gullón, un “retratista de almas”. Según Gullón, por tanto, su realismo posee límites, ya que el verdadero objetivo es mostrar el alma humana y emocionar al lector. Supo representar mejor que nadie las conductas, intenciones y caracteres de los personajes. Aunque sus obras constituyen una imagen de la sociedad de su época, que se esfuerza por documentar, se centra más en una perspectiva individual, en los problemas del hombre de su tiempo: el problema religioso –Gloria–, la inautenticidad –Marianela–, el poder de la burocracia –Miau–... El resultado son personajes que resultan entrañables por su ingenuidad –Fortunata, Marianela, Benina, Nazarín, Luisito Cadalso–, personajes dignos de rechazo –Doña Perfecta, Juanito Santa Cruz, Víctor Cadalso– y otros plagados de luces y sombras que siguen buscando su lugar en el mundo –Jacinta, Evaristo Feijoo, Don Lope, el Conde de Albrit–. Galdós consigue otorgarles una realidad que los convierte, casi, en seres de carne y hueso. Y no se queda ahí, sino que crea un universo de ficción, a la manera de Balzac, con personajes que se repiten a lo largo de distintas novelas, como los Miqui o los Pez.
Dentro de ese contexto sociológico fundamental y tan documentado en sus novelas, la burguesía fue la verdadera protagonista, aunque la opinión que sobre ella tenía Galdós cambió mucho a lo largo de los años. Para apreciar dicho cambio, nada mejor que acudir a los dos ensayos que documentan su teoría de la novela: Observaciones sobre la novela contemporánea en España (1870) y La sociedad presente, materia novelable (1894). En la primera, expresa toda su fe en la clase media, la burguesía, a la que ve como el motor del progreso que espera se acabe imponiendo en España. En la segunda, se muestra claramente desengañado con la burguesía, a la que ya retrata en sus obras como frívola, mezquina y ansiosa por aparentar lo que no tiene. Recordemos, por ejemplo, a las mujeres de Miau, La de Bringas o La desheredada. O avanzando más en el tiempo, aquella clase media interesada y sin escrúpulos que rodea al decadente Conde de Albrit en El abuelo.
Además de su concepción sobre la burguesía, en los dos mencionados ensayos queda también reflejada la progresiva importancia que fue adquiriendo para él la perspectiva psicológica de los personajes. En 1894 ya concibe que, aunque la novela debe ser imagen de la sociedad de su tiempo, la mejor forma de representar los problemas humanos es desde el interior de los personajes. Como concluye Luis Cernuda en el ensayo que le dedicó, Galdós va comprendiendo que la sociedad avanza no tanto con el progreso material, sino sobre todo con la transformación moral del hombre.
El Madrid galdosiano
Pero, más allá de la maestría con la que Galdós retrató las psiques de sus personajes, no cabe duda de que la ambientación en sus novelas es otro de sus grandes aciertos. Muestra a esos personajes en su contexto sociológico, incluso, en ocasiones, el marco histórico se impone sobre la acción. Esto ocurre, por ejemplo, al comienzo de Fortunata y Jacinta, cuando Juanito Santa Cruz y sus compañeros de la universidad participan en los actos de la Noche de San Daniel para protestar por el cese del rector Juan Manuel Montalbán, por orden gubernamental, el 7 de abril de 1865, y son reprimidos duramente por el gobierno conservador de Narváez. El propio Galdós había vivido este episodio en primera persona y aprovechó su experiencia.
Cuidaba mucho la documentación referida a escenarios, costumbres, gentes; a menudo gustaba de perderse por la ciudad y empaparse de distintos ambientes que le sirvieran para sus novelas; consultaba artículos antiguos, libros especializados, fuentes orales. Fue un enamorado de la historia española, como bien demostró en los Episodios Nacionales: cuarenta y seis novelas repartidas en cinco series que pretendieron ser una crónica histórica novelada de la España del siglo XIX, desde la batalla de Trafalgar hasta Cánovas del Castillo, con un sentido pedagógico. Lo logra mediante la combinación de realidad –los sucesos históricos que retrata– y ficción, puesto que los más de dos mil personajes que en ellas figuran son ficticios, pero buscan siempre la verosimilitud. Además, los Episodios Nacionales le supusieron una no desdeñable fuente de ingresos, como demuestra el hecho de que los retomó para intentar paliar la crisis económica que sufrió a finales de la década de los noventa. Eso explica que entre la segunda serie de episodios (1875-1879) y la tercera (1898-1900) pasan casi veinte años. La quinta y última serie (1907-1912) la escribió al dictado, afectado ya por la ceguera que marcó sus postreros años de vida.
Madrid es la ciudad que más veces aparece retratada en sus novelas. Como decíamos al comienzo, la obra galdosiana es la mejor forma de viajar en el tiempo y visitar la capital española desde la óptica del siglo XIX. El detallismo en la ambientación ha conducido a que hoy existan “rutas galdosianas” en Madrid para que el turista recorra las calles y los rincones que fueron importantes para el autor y sus personajes. De ese modo, uno puede conocer la ubicación del primer alojamiento de Galdós en la ciudad –una antigua pensión en el número 3 de la calle de las Fuentes, cerca de Ópera– y el lugar donde se encontraba la casa de los Santa Cruz en Fortunata y Jacinta: la plaza de Santa Cruz, a pocos minutos de Puerta del Sol. Cerca de la plaza del Dos de Mayo, en la iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas, Don Benito se citaba furtivamente con una de sus más célebres amantes: la escritora Emilia Pardo Bazán. Los de Bringas vivieron unos años en Costanilla de los Ángeles, una calle próxima a la primera pensión del autor; Máximo Manso, de El amigo Manso, lo hizo en Espíritu Santo, en pleno barrio de Malasaña. En el número 11 de la Cava de San Miguel permanece intacta, tal como la viera Galdós, la casa de la hermosa Fortunata. Y más allá del centro aparecen también en sus novelas Arganzuela, la calle Embajadores. El quijotesco Nazarín alcanzó en su ruta los Carabancheles, Campamento, el Cementerio de San Isidro. La tumba de Galdós puede visitarse en La Almudena.
Y qué decir de los cafés madrileños. La pasión galdosiana por ellos comenzó desde que pisara la ciudad por vez primera, con aquellas tertulias en el Universal, inaugurado en 1891 en el número 15 de la Puerta del Sol —hoy, número 14—, elegante y cuajado de espejos. “El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano”, escribiría en el primer capítulo de la tercera parte de Fortunata y Jacinta, en el que analiza la vida en los cafés de la capital a través del personaje de Juan Pablo Rubín, el más fiel de los parroquianos. Galdós había descubierto que en los cafés residía el alma de Madrid, y por eso sus personajes –Rubín a la cabeza– iban de uno a otro: del Café de San Antonio, en la Corredera de San Pablo, al Suizo Nuevo, pasando por el Platerías, del Siglo y de Levante. El de Fornos, en la calle Alcalá, albergó alguna de las más encendidas tertulias políticas, también en la vida real del escritor. En el Suizo, que quedaba enfrente, Villalonga, el compinche de Santa Cruz, localizó a Fortunata tras varios años sin verla. Hay muchos más: el de la Iberia, el del Siglo, incluso La Fontana de Oro, que dio nombre a la primera novela galdosiana, publicada en 1870. Y es que ya decía el entrañable personaje Ido del Sagrario que “Madrid sin cafés es como cuerpo sin alma”. Quedan pocos de aquellos en la capital: el Gijón, en Recoletos, o el Comercial, recientemente reconvertido en restaurante.
Legado
El Madrid galdosiano alimentó la nostalgia de muchos exiliados tras la Guerra Civil, como Pedro Salinas, que devoraba sus novelas en Puerto Rico. Y es que el barrio de Galdós era su propio barrio. Sin ir más lejos, en la calle Don Pedro, donde pasara sus primeros años de vida, residía también el ilustre Evaristo Feijoo en Fortunata y Jacinta.
Otros exiliados de la Generación del 27 tuvieron presente a Galdós: Rafael Alberti lo editó en su exilio argentino, Max Aub escribió El laberinto mágico (1943-68) siguiendo el modelo de los Episodios nacionales y, en 1950, Manuel Altolaguirre regresó a España por primera vez, desde el final de la Guerra Civil, para buscar la documentación necesaria para la obra que llevaría al cine: Misericordia. Por desgracia, falleció de camino en un accidente automovilístico.
Luis Cernuda, desde su exilio mexicano, le dedicó el poema “Bien está que fuera tu tierra”, en el que reivindica la España reflejada en las novelas de Galdós como su verdadera patria perdida, rechazando la dominada por el régimen franquista: “Hoy cuando a tu tierra ya no necesitas / Aún en estos libros te es querida y necesaria, / Más real y entresoñada que la otra; / No ésa, más aquella es hoy tu tierra, / La que Galdós a conocer te diese”. En su ensayo “Galdós”, de 1954, reconoce Cernuda que fue este un autor incomprendido en la juventud de los autores de la Generación del 27. No le faltaba razón, a pesar de las evidentes preferencias a las que nos hemos referido. Llegados a este punto, conviene leer la opinión de Vicente Aleixandre recogida en el libro de Arantxa Aguirre Carballeira, Buñuel, lector de Galdós:
Creo que [Galdós] nos gustaba a varios, pero no lo decíamos. […] Recuerdo, ya ve usted, la sorpresa de Federico [García Lorca] y mía cuando supimos que los dos admirábamos a Galdós, una noche, cenando. Nuestro gusto era insólito. En la generación, Galdós fue un escritor olvidado, como quien dice dormido.
Galdós, en los años veinte, era un escritor consagrado, como demuestra la estatua realizada por Victorio Macho en 1919 que puede visitarse en el Retiro y que Rafael Alberti recuerda en sus memorias, La arboleda perdida, en las que también habla sobre un envejecido y ciego Galdós que iba a posar para Macho y sobre su muerte, acaecida un año después. Sin embargo, parte de la juventud de la época no lo valoraba positivamente, sobre todo porque la estética vanguardista predominaba en los jóvenes círculos intelectuales: el creacionismo impulsado por Vicente Huidobro, que había visitado Madrid en 1918, y el ultraísmo liderado por Guillermo de Torre, que en 1918 redactó un manifiesto, Ultra, en el que se valoraba toda aquella manifestación artística que “expresara un anhelo nuevo”. Es decir, que fuese contra lo considerado “caduco”. Los movimientos vanguardistas, que se mantuvieron en España a lo largo de esa década, rechazaban el sentimentalismo y abogaban por un estilo purista, intelectual, deshumanizado. En este sentido, la literatura galdosiana podía ser tachada por los vanguardistas de “ñoña” o “pasada de moda”, consideración que se iría rectificando en la medida en que se fueron superando las vanguardias. Los jóvenes vanguardistas admiraban más una estética contraria al realismo naturalista de Galdós, como es la de Ramón María del Valle Inclán.
Puesto que la Generación del 27 se apoyó visiblemente, durante los primeros años, en las teorías vanguardistas, la crítica nunca ha establecido una relación muy estrecha entre ésta y la literatura de Galdós. Sin embargo, sus autores comenzaron ignorándolo para, como hemos visto, acabar reconociéndolo y valorándolo.
La admiración del cineasta del 27 Luis Buñuel por Galdós constituye un tema ampliamente estudiado. El realismo galdosiano influyó sin duda en algunos proyectos, como Los olvidados, rodada en México en 1950, que describe la vida de las gentes en un barrio marginal de la gran ciudad. La película, a pesar de su afán de realismo, está constantemente traspasada por secuencias oníricas o que aluden al subconsciente. En este aspecto, resulta imposible no recordar esas mismas escenas en las novelas de Galdós, donde se encuentran numerosas escenas de sueños, pensamientos, inquietudes personales. La importancia que Galdós concede al subconsciente ha sido muy estudiada por la crítica. En muchas de sus novelas, como La de Bringas, Miau, Nazarín, La desheredada, Fortunata y Jacinta, etc.; los personajes tienen visiones, sueños o ensoñaciones en estado de semiinconsciencia. En su “Estudio preliminar” a Miau, el crítico Ricardo Gullón afirma que, en Galdós, todos los sueños mantienen comunicación con la realidad, adelantan acontecimientos, son de alguna forma premonitorios. En este sentido, parte de la crítica ha llegado a considerar a Galdós como precursor, en algunos aspectos, de la teoría del psicoanálisis freudiano. Sus personajes intentan modificar la realidad a través de sueños o fantasías imaginativas, como ocurre en el caso de Isidora Rufete –quien sufre crisis de insomnio a causa de todas las ideas que acribillan su mente de soñadora empedernida– o de Luisito Cadalso, a quien Dios le habla en sueños para transmitirle qué es lo que debe hacer. Precisamente la religión nunca sale muy bien parada en las escenas oníricas galdosianas. Se puede apreciar incluso un anticlericalismo, como en la ensoñación de Mauricia la Dura en Fortunata y Jacinta –cuando cree coger en brazos a Cristo– o cuanto menos una visión atrevida y rompedora, como en el sueño de Jacinta, anteriormente citado, con claras alusiones al erotismo y la maternidad. Por tanto, los postulados galdosianos no se hallan tan lejanos a los vanguardistas como cabría pensar en un principio.
Federico García Lorca, que se sorprendía junto a Aleixandre ante su común afición galdosiana, es el autor del 27 que más le debe. El universo femenino desplegado en sus obras teatrales profundiza del mismo modo en la psicología de las mujeres, en los detalles, en su forma de vestir. La crítica siempre ha coincidido en señalar que tanto Galdós como Lorca se criaron entre mujeres, un hecho que posiblemente contribuyera a formar esa asombrosa sensibilidad hacia el universo femenino. A ambos les interesa mucho, además, representar a la mujer como víctima de la sociedad de sus respectivas épocas, unas épocas en las que todavía era considerada como “el sexo débil”.
En su biografía lorquiana, el hispanista Ian Gibson señala ya la evidente similitud entre el personaje lorquiano de Bernarda Alba y la Doña Perfecta de Galdós, protagonista de la novela homónima de 1876. Ambos personajes encajan en el arquetipo jungiano de “la madre terrible”: autoridad despótica sobre unas hijas vulnerables, obstáculo ante el amor, fanatismo religioso, etc. Arantxa Aguirre afirma que la Jacinta de Galdós constituye, sin duda, el antecedente de la protagonista del drama lorquiano Yerma (1934), cuyo máximo anhelo en la vida es llegar a ser madre. Sin embargo, tanto una como otra se enfrentan a la esterilidad; aunque la diferencia radica en que, en el caso de Jacinta, es ella quien está incapacitada para tener hijos, mientras que Yerma encuentra el obstáculo en la esterilidad de su marido.
La huella, el legado galdosiano, puede rastrearse en toda la literatura posterior. Su valoración desde mediados del siglo XX hasta la fecha no ha hecho sino aumentar, hasta el punto de considerarse no solo el autor más importante del Realismo español, sino uno de los más relevantes en el panorama internacional. Este año, 2020, ha sido declarado “año galdosiano” y se han organizado numerosas actividades para conmemorarlo –a pesar de que muchas de ellas se han cancelado por la pandemia que asola el mundo–. El secreto de Galdós reside en haber sido capaz de crear un universo literario que podría constituir una realidad alternativa. Todos aquellos que hemos osado adentrarnos en ella todavía no hemos encontrado –ni queremos hacerlo– el camino de retorno.
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