Jesús Cárdenas.
Tras seis días de travesía del viaje en transatlántico, Federico García Lorca atracaba en el muelle 29 de Nueva York el 25 de junio de 1929. Cumplía 31 años. Y a sus ojos se aparecía la ciudad “más atrevida del mundo”. Atrás quedaba su Granada natal para estudiar en la universidad de Columbia un curso de inglés para extranjeros de nueve meses de duración.
Durante su estancia parece que se sintió más libre que nunca, escribiendo con voluntad propia en varios géneros: escribió la mayor parte de los poemas que ocupan el libro Poeta en Nueva York, preparó el drama El Público y escribió el guion de cine Viaje a la luna. Las tres obras comparten un mismo eje biográfico que, en su profundización, trasciende en sus tres ejes: la libertad, el amor y la muerte; un mundo de ecos y resonancias que tiende a evadirse.
Lo que significó la gran urbe americana en el poeta granadino puede deducirse de la lectura de Poeta en Nueva York: una experiencia intensa y un desgarro emocional que desembocaron en la reinvención de su poesía. Su estancia americana supuso una renovación de sus poemas, pues ahora trataba los problemas sociales que provocó la crisis económica del 29. Así, esta obra aparece, según José Ortega (en Conciencia social en los tres dramas rurales de García Lorca, p. 11), como “una obra clave en la evolución ideológica de Lorca en tanto en cuanto supone una nueva forma de aprehender solidariamente el presente, exponiendo y denunciando las barreras que la burguesía, en su versión imperialista, opone a la primacía de los valores humanos”.
Lorca denunció, de esta manera, el estado de la ciudad, culpa del desarrollo urbano y del progreso, como lo hiciese Alberti en 13 bandas y 48 estrellas. La gran urbe americana pasó de ser el símbolo del progreso dadaísta a ser considerada un lugar hostil para el hombre en el que la pérdida de la identidad y la falta de empatía prevalecen.
Como puede leerse en el poema “Vuelta de paseo” dentro de la primera sección titulada “Poemas de la soledad en Columbia University” retrata una sociedad sin alma entre imágenes sombrías:
Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.
Nueva York es calificada por Lorca como “Babilonia cruel”, “trepidante”, “enloquecedora”, pero, con el tiempo, también, bella, moderna y grandiosa, aunque se percibe una realidad negativa, diametralmente opuesta a la que transmitiese Cernuda en sus memorias (“abrupta, maravillosa”, “llena de promesas”); una atracción fatal por un viaje iniciático, porque, al contacto con la realidad americana, dará comienzo a unos de los períodos más fecundos de la creación lorquiana.
A grandes rasgos puede decirse que Lorca abominaba de esta ciudad porque Nueva York simbolizaba la opresión y la falta de humanidad. La imagen que se nos da es de una metrópoli tenebrosa y agobiante, símbolo de la tecnología y de la deshumanización cuya fuerza destructora constituye una amenaza constante para el hombre y los valores humanos. La dimensión que adquiere la poesía lorquiana, aún late en el presente, es de grito de protesta en defensa del individuo y contra todos los peligros que amenazan las grandes poblaciones.
Nueva York es descrita por Lorca como una ciudad vacía y deshumanizada, donde se busca elementos de vida natural y, sin embargo, sólo encuentra a un hombre automatizado y codicioso, tanta actividad desenfrenada termina en seres desdibujados, nada espirituales, en una sociedad tan desoladora como vacía, según queda registrado en la “Oda a Walt Whitman”:
Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
La repulsión máxima tuvo lugar el “jueves negro”, el 24 de octubre de 1929. Seis días consecutivos de desplome de la Bolsa supuso el inicio de la Gran Depresión, llevando a miles de personas a la calle sin dinero y sin trabajo. El emblema del sistema capitalista se tambaleó y devino, posteriormente, en represión ciudadana. Fue una época en la que el sostén del material dio al traste con numerosas vidas, registrándose índices de suicidio, hasta entonces, insólitos. En ese núcleo financiero tan horrible ubica Lorca su macabra “Danza de la muerte”:
Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo de su mujer
y el director del banco observaba el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda,
el mascarón llegaba a Wall Street.
[…]
¡Oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en la frontera de la nieve!
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!
Ahora que se cumplen noventa años de la publicación de Poeta en Nueva York, uno de los mejores libros de Lorca y una de las obras maestras de la literatura universal, sigue sin entenderse sin la previa lectura de Poemas en prosa, publicado entre 1927 y 1928, donde el poeta granadino ensayase con formas distintas a las tradicionales.
Se ha vertido sobre este poemario el calificativo de surrealista. A diferencia de los surrealistas franceses, en España la poesía surrealista tiene una expresión sentimental que se puede captar a pesar del hermetismo. De ahí el dolor que le causa a García Lorca en Poeta en Nueva York; a Alberti le sirve para expresar una honda zozobra interior en Sobre los ángeles o en Las islas invitadas de Altolaguirre; a Cernuda le sirve para expresar su rechazo de las normas morales burgueses que impiden al hombre ser libre y realizarse, tanto en Un río, un amor, como en Los placeres prohibidos; a Aleixandre le sirve para expresar el amor en Espadas como labios y en La destrucción o el amor; a Prados adquirir un compromiso social en El llanto subterráneo. Pero este calificativo, “surrealista”, debería ponerse en solfa, pues, como asegura el profesor Andrés Soria, encaja la gramática surrealista en su modo espiritualista. Lorca entiende que es su libro más personal, a las que se referirá como “mi nueva manera espiritualista”.
Es cierto que se trata de un libro simbólico y pleno de imágenes. Por esta razón, se ha hablado de que resulta una obra hermética, pues si muchos de los símbolos entroncan con la tradición, otros son de creación nueva, palabras elevadas a símbolos por su insistente repetición, tal como hizo Antonio Machado en su obra, y que, en un área cercana resulta difícil tomar el sentido lorquiano. Esto ocurre con el valor de las imágenes. La solución radica en el vuelo imaginativo del lector.
El interés de García Lorca por la imagen como elemento esencial del lenguaje poético viene de antiguo. Como declaró en la célebre conferencia “La imagen poética de Góngora” pronunciada a finales de 1926 en la Residencia de Estudiantes, su interés por la imagen poética provenía de su maestro, Luis de Góngora. Sus imágenes, calificadas de incongruentes en algún momento, descubren una gran sensibilidad y un dominio de uno de los mecanismos para captar realidades con palabras nuevas y originales.
El poema “La aurora” es una sucesión acumulativa de imágenes sin referente real. Parece cifrar un mundo de ficción poblado de abstracciones:
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
Diversas imágenes, casi siempre oscuras, y casi siempre buscando la verticalidad, el “cielo”, son creadas a base de asociaciones de conceptos sin ningún parentesco semántico. Esa mezcla continua de símbolos e imágenes (“correlatos objetivos”) conlleva que la lectura de Poeta en Nueva York llegue a ser desconcertante, aún hoy en día. El poder de la imagen se conjuga con el de la voz dramática: “y el mar deja de moverse”.
La imagen de submundo, en contra de la tiranía religiosa puede observarse en su oda “El grito hacia Roma”, desde el edificio más alto de la urbe americana por aquel entonces al edificio religioso más relevante del mundo occidental, la iglesia de San Pedro:
Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupa carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Las imágenes visuales que destaca la riqueza del color merecerían un tratamiento especial, como, por ejemplo, el empleo del color blanco desde el punto de vista tradicional, capítulo aparte merecería cómo Lorca transforma y revierte los símbolos provenientes de la tradición judeo-cristiana, especialmente, de San Juan.
La intención de Lorca parece encontrar explicación en la impresión al lector tanto en el espacio simbólico, también en ciertas incongruencias, como en el ámbito formal, es decir, en la consecución del ritmo a base de una métrica irregular. Este afán de experimentación estética explicaría su adhesión a las vanguardias.
Asimismo, se hace necesario incidir en la creación de un nuevo ritmo que supuso Poeta en Nueva York, conseguido precisamente por el lugar que ocupan las palabras en el poema. Es un hecho que Lorca se decantó por el empleo del versículo como cauce expresivo más idóneo para expresar tal desgarro emocional.
Lorca refleja el progresivo deslumbramiento de las vivencias neoyorkinas pero el paisaje evocador dio paso a la indagación en la propia identidad angustiada del granadino, que, sintiendo la libertad, fue construyendo un territorio colectivo, ajeno y desconocido. El foco de atención se pone en la realidad pero actúa en el interior del poeta. Un descenso, en suma, de fuera hacia adentro.
Por otro lado, cabe mencionar, como aspecto de estilo, el uso de parejas de antónimos (luz frente a oscuridad; vida frente a muerte; agua frente a sangre; entre otros) cuya intencionalidad tiene el poder poético de evocar en el lector atmósferas confusas y perturbadoras expectativas de una ciudad irreflexiva, desalmada.
En el apartado del empleo de los contrastes, y como consecuencia del conflicto interior, son significativos los contrastes temporales: del presente al pasado, y viceversa. Lorca vuelve a tiempos mejores, según se desprende de los versos del poema “Intermedio”, compuesto en agosto de 1929:
No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!
Léase, a este propósito, “Iglesia abandonada (Balada de la Gran Guerra)”, donde se deduce la desazón del poeta granadino generada por la alternancia de tres tiempos verbales de pasado:
Yo tenía un hijo que se llamaba Juan.
Yo tenía un hijo.
Se perdió por los arcos un viernes de todos los muertos.
Lo vi jugar en las últimas escaleras de la misa
y echaba un cubito de hojalata en el corazón del sacerdote.
He golpeado los ataúdes.
El infierno, como mito del apocalipsis, aparece en el poemario ubicado en la gran ciudad como una situación que afecta tanto al individuo como a la colectividad. Lorca reflejó en su poesía este hundimiento en la nueva realidad. La desgracia de los que habitan la ciudad norteamericana es interiorizada e intensificada por la angustia del poeta. La imagen lorquiana de la ciudad remite antes al mundo interior del poeta que al universo real de la urbe. La visión se compone de una multitud exuberante de ideas e impresiones cuyo denominador común es la ausencia total de espíritu. De ahí que la serie de imágenes llega a constituir cuadros de visión muy compleja y de gran interés como muestras de percepción personal que tienden a objetivarse. Sólo teniendo en cuenta ese filtro puede verse ahora la ciudad de Nueva York.
El conflicto interior del poeta ante la desazón de la realidad neoyorkina se resuelve en una tensión en el lenguaje, del que resultan las imágenes, los símbolos y las ant, compuesto en agosto de 1929 opuestas "ítesis. Se percibe la búsqueda del equilibrio entre ambos mundos: el real y el imaginario. Lorca interroga al mundo y se interroga así mismo. Escarba en lo oscuro, conjurando sus miedos y no se avergüenza de sus pasiones ni se detiene en lo evidente. Era, por ello, para contribuir a esa poética el empleo de imágenes visionarias sin corsés ni normas.
Poeta en Nueva York tiene la capacidad, en definitiva, de hacernos pensar en imágenes, que se nos quedan retumbando en las grutas de la memoria. La capacidad de explorarlos desata la imaginación del poeta con una expresión exuberante, inacabable, deslumbrante como consecuencia de la profunda desazón interior. Un canto de gran peso emocional y profuso contenido humano y espiritual. Una poesía amarga y latente, en definitiva.
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